Los pequeños grandes dramas del aumento de los cigarrillos
Aunque parezca mentira, existen
lugares donde el cigarrillo está presente; es necesario, tan necesario como los
medicamentos. Estos lugares son los neuropsiquiátricos y los geriátricos.
Hace muchos años, tuve que
internar por prescripción psiquiátrica a mi ex-marido; allí conocí la vida
dentro de un ámbito para mí totalmente desconocido.
Me encontré con gente que vivía
en otros mundos, enteramente apartados de esta realidad, no por producto del
encierro dentro de las paredes del neuropsiquiátrico ni de las medicaciones,
sino porque la mente, las emociones, las sensaciones, los traumas, los
complejos y toda la gran gama de enfermedades mentales que a uno se le puedan
imaginar, hacían que ellos estuviesen en un mundo paralelo.
La TV siempre presente no servía
de mucho para volverlos a la realidad y en muchos, muchos casos, las terapias
con psicólogos, psiquiatras y toda clase de terapeutas, desde ocupacionales a
profesionales del arte de curar, no servían de nada.
Una de las tantas tardes que fui
a visitar a mi ex, me encontré con la madre de unos mellizos internados. Los
chicos tendrían alrededor de 18 años, uno de ellos ciego de un ojo y a punto de
perder la visión del otro; su hermano en iguales condiciones, ambos con una
mentalidad de niños de 3 o 4 años, sumado a ello alguna psicopatología más que
desconozco. La madre había llevado un cartón de cigarrillos que le entregó a un
enfermero para que les vaya dando de a un cigarrillo a cada uno de los chicos. Con
uno de ellos entablé una cierta amistad, al otro no lo conocí porque en ese
neuropsiquiátrico hay áreas para personas con complejidades extremas, a las que
gracias a Dios no tuve necesidad de acceder.
El chico me contó muy
entusiasmado, entre otras aventuras, que un día tuvo en sus manos un paquete
entero de cigarrillos, los fue sacando de a uno y se los puso todos en la boca;
encendió los 20 juntos e “hicieron mucho humo”, también me contó que el
psiquiatra le había explicado cómo funciona el canal de TV Telefé y que había
antenas. Él entendió que las tres pelotitas que tenía por logo el canal eran
también antenas y que con ellas se veían bien los dibujitos animados. Entonces,
él creía que sobre su cabeza tenía unas antenas con tres pelotitas en las
puntas y me pedía que se las arreglase porque cuando se peinaba se le
desacomodaban y no podía ver La Pantera Rosa. Agachaba la cabeza, yo le
acomodaba las ficticias antenas, le preguntaba si estaba bien y él se acercaba
al televisor y me decía que veía mejor. Volvía a los cinco minutos, me pedía un
cigarrillo, le volvía a acomodar las pelotitas de las antenas porque se le
desacomodaban al caminar y se iba a fumar tranquilo mientras miraba los
dibujitos animados. El cigarrillo lo calmaba por un rato.
Conocí a un muchacho de unos 30
años que se sentaba en el jardín a fumar todas las tardes porque adentro (en el
salón), según él, estaban todas las sillas y sillones ocupados. Me señaló unos
sillones vacíos en el jardín y me contó la historia de “los dos tipos que se
sientan allá”. “Allá” no había nadie, pero él me aseguró que uno de los tipos a
veces le ocupaba su lugar y él se tenía que sentar sobre el césped. Los dos
tipos invisibles también fumaban pero eran tacaños y no le dieron nunca ni un
solo cigarrillo. Los tipos a veces, le querían robar la ropa que llevaba puesta
e incluso la merienda. Sacaba del bolsillo de su pantalón un paquete de masitas
invisible y me decía al oído: “Mirá, me faltan dos, se la comieron esos tipos.”
Y volvía a guardar el paquete imaginario en el bolsillo. En el bolsillo de la
camisa, tenía su atado de cigarrillos; le pregunté una vez si los tipos le habían
robado alguno y me dijo que no, porque ellos fumaban de esos que eran caros y
los de él eran más baratos. Fumaba tranquilo y mientras seguía comentándome
sobre sus alucinaciones, se tocaba el bolsillo con el paquete inexistente de
masitas para que los tipos no se las roben. Cuando terminaba de fumar, se
estiraba, se contraía, se miraba los cordones de los zapatos y una tarde me
aclaró que “los cordones a veces se llenan de manos que los quieren desatar y les
tengo que pegar para que se vayan”. Le comenté que no uso zapatos con cordones “justamente
por eso”, me miró las botas, se asombró, abrió los ojos de manera desorbitada,
abrió la boca, aplaudió, se balanceó hacia atrás y hacia delante riendo y me
dijo que le iba a pedir a su mamá que le compre zapatos sin cordones. Le ofrecí
un cigarrillo y me hizo una señal de silencio para que no me escuchen los tipos
que están sentados “allá en el banco” porque los míos eran de los buenos y me
los podían robar. Tomó un cigarrillo, le ofrecí fuego, se fue hacia el banco
vacío, echó humo sobre el banco y les dijo algo a los tipos invisibles que no
pude escuchar. Volvió y me dijo: “¡Jajaja! Viste, les mostré que yo tengo también
un cigarrillo lago, más largo que los de ellos”.
También conocí a una chica con
todo el cabello desordenado y que caminaba únicamente en puntas de pies. Una
tarde, se acercó a mí y me solicitó que vaya al kiosco de enfrente a comprarle
cigarrillos, me dio una moneda de 10 centavos y otra de 1 peso. Le dije que le
faltaba dinero para un atado, me miró sorprendida y me dijo: “Las monedas también
son dinero”. Le respondí que necesitaba billetes, porque esas eran sólo dos
monedas, se las devolví, se fue y al rato volvió con las mismas monedas y la
misma solicitud. Le ofrecí entonces un cigarrillo de mi paquete, lo aceptó
gustosa, y me preguntó si yo tenía un kiosco. Le dije que no, mi miró fijamente
y me contó que ella tampoco, pero me dijo que yo sí tenía un kiosco en mi casa
porque tenía cigarrillos y me pidió que le vendiese a cambio de las dos monedas
cigarrillos, chicles, caramelos, masitas, gaseosas, etc. etc. Le pedí que
guarde la dos monedas en el cajón de su mesa de luz y que observe bien allí
dentro, porque quizás tenía caramelos y no los había visto. Se quedó mirándome
en silencio y después me preguntó si en el cajón de la mesita de luz había un
kiosco y si allí vendían cigarrillos, chicles, caramelos, masitas, gaseosas,
etc. etc. …
Cuando una segunda internación de
mi ex en otro neuropsiquiátrico, conocí los cigarrillos armados: un muchacho de
edad indefinida, tenía una cajita de madera donde guardaba tabaco, filtros,
papel y la maquinita para armarlos. Me enseñó a liar y me ofreció un cigarrillo
armado con tabaco sabor a frutilla. Me dijo que guardaba todo allí, porque “el
rocío de la noche humedece todo y de día, el sol hace estragos porque se mete
dentro del tabaco y lo seca”.
Conocí a una mujer con un estado
depresivo enorme que padecía del canto de miles de grillos dentro de su cabeza. La aturdían a tal
extremo que muchas veces ni tan siquiera podía comunicarse con alguien porque
no escuchaba ni su propia voz por el ruido que hacían los grillos en su mente.
En esos momentos de intenso canto de los grillos, lo único que podía hacer era
sentarse en silencio y fumar; cuando la veía sola fumando, sabía qué estaba
pasando y ni siquiera me acercaba a saludarla porque no me iba a escuchar. Esos
estados la extenuaban y podían durar desde algunos minutos a un día entero. Únicamente
el cigarrillo la acompañaba en su pesadilla del infernal canto de los mil
grillos.
En este neuropsiquiátrico, carísimo
por cierto, había gran cantidad de internos por drogadicción y el cigarrillo suplantaba
toda clase de drogas y calmaba los ánimos.
En los geriátricos, el tema no es
diferente: el cigarrillo allí es moneda de cambio para favores…
Mientras mi padre tuvo permitido
fumar (ha sido un fumador empedernido toda su vida), socializaba con las “amigas”
en el patio y el cigarrillo los llevaba de una charla a la otra. Cuando le
prohibieron fumar, mi padre siguió fumando igual porque una de las amigas
compartía su cigarrillo con él, como si se tratase de un porro. Su amiga, podía
mover sólo el brazo derecho con mucha dificultad y todo el resto de su cuerpo
estaba paralizado. Balbuceaba algunas palabras incomprensibles explicándome que
a ella su salud ya no le importaba porque sabía que tenía los días contados. Mi
padre le encendía el cigarrillo, le daba una pitada, se lo colocaba en los
dedos a su amiga, ella estiraba un poco el cuello, acercaba con dificultad la
mano a la boca y fumaba dos o tres secas seguidas, posaba la mano sobre la
mesa, le hacía una señal a mi padre y él tomaba el cigarrillo, tiraba la
ceniza, y fumaban así los dos.
Volviendo a la realidad de los
aumentos de precios, me pregunto ¿¡cómo hacerle entender a un interno de un
neuropsiquiátrico que los cigarrillos ahora duplicaron el precio; cómo hacerle
entender a un anciano fumador, muchos de los cuales han perdido la noción de
los costos o se retrotrajeron a los pesos Ley 18.188 y hablan en “millones”,
que un paquete de veinte cigarrillos cuesta 50 pesos!? ¿¡Cómo explicarle a esa
chica de las dos monedas, que ahora necesita 50 monedas de 1 peso para comprar
un solo atado!?
Comprar dos paquetes de cigarrillos
que un interno se los devora en un día, es 3.000 pesos por mes, esto equivale a
un tercio de muchos salarios; sumándole a esto, que ninguna obra social o quizás
sólo dos o tres, cubren el 100% de los gastos de internación. Y que nadie me
venga en estos casos a hablar de la salud, los pulmones, la tos y el catarro,
cuando ya sabemos que un anciano en un geriátrico está viviendo sus últimos
tiempos y que un paciente psiquiátrico no entiende ni de pulmones ni de catarro
ni de enfermedades cardiovasculares y si llega a entender, no le importa,
porque las psicopatologías que exigen largas o eternas internaciones arruinan
cualquier vida, más que todos los cigarrillos que se puedan fumar. Si el
cigarrillo era la única compañía que podía tener esa mujer que tenía la mente
llena de grillos, bienvenido sea el pucho. A un interno con dos o diez intentos
de suicidio: ¿le importa enfermarse por fumar?
Para finalizar, les comento a
aquellos sádicos egoístas que se alegran por el aumento de precio de los
cigarrillos, que los otros, los que fuman porque no pueden hacer otra cosa,
también existen, y que ellos no tienen la culpa de la psicosis de medio país
que votó a un psicópata (que internará a muchos de los que siempre se juzgaron
a sí mismos como sanos) creyéndolo como la mejor opción. La palabra alemana Schadenfroh*, los define a la perfección,
por lo tanto, hay algo que no está funcionando bien dentro de esas cabezas…
Violeta Paula Cappella
*Schadenfroh significa en alemán alegrarse de las penurias, padecimientos o
desgracias que está experimentando otra persona.
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