miércoles, 4 de mayo de 2016

Los pequeños grandes dramas del aumento de los cigarrillos

Los pequeños grandes dramas del aumento de los cigarrillos

Aunque parezca mentira, existen lugares donde el cigarrillo está presente; es necesario, tan necesario como los medicamentos. Estos lugares son los neuropsiquiátricos y los geriátricos.

Hace muchos años, tuve que internar por prescripción psiquiátrica a mi ex-marido; allí conocí la vida dentro de un ámbito para mí totalmente desconocido.

Me encontré con gente que vivía en otros mundos, enteramente apartados de esta realidad, no por producto del encierro dentro de las paredes del neuropsiquiátrico ni de las medicaciones, sino porque la mente, las emociones, las sensaciones, los traumas, los complejos y toda la gran gama de enfermedades mentales que a uno se le puedan imaginar, hacían que ellos estuviesen en un mundo paralelo.

La TV siempre presente no servía de mucho para volverlos a la realidad y en muchos, muchos casos, las terapias con psicólogos, psiquiatras y toda clase de terapeutas, desde ocupacionales a profesionales del arte de curar, no servían de nada.

Una de las tantas tardes que fui a visitar a mi ex, me encontré con la madre de unos mellizos internados. Los chicos tendrían alrededor de 18 años, uno de ellos ciego de un ojo y a punto de perder la visión del otro; su hermano en iguales condiciones, ambos con una mentalidad de niños de 3 o 4 años, sumado a ello alguna psicopatología más que desconozco. La madre había llevado un cartón de cigarrillos que le entregó a un enfermero para que les vaya dando de a un cigarrillo a cada uno de los chicos. Con uno de ellos entablé una cierta amistad, al otro no lo conocí porque en ese neuropsiquiátrico hay áreas para personas con complejidades extremas, a las que gracias a Dios no tuve necesidad de acceder.

El chico me contó muy entusiasmado, entre otras aventuras, que un día tuvo en sus manos un paquete entero de cigarrillos, los fue sacando de a uno y se los puso todos en la boca; encendió los 20 juntos e “hicieron mucho humo”, también me contó que el psiquiatra le había explicado cómo funciona el canal de TV Telefé y que había antenas. Él entendió que las tres pelotitas que tenía por logo el canal eran también antenas y que con ellas se veían bien los dibujitos animados. Entonces, él creía que sobre su cabeza tenía unas antenas con tres pelotitas en las puntas y me pedía que se las arreglase porque cuando se peinaba se le desacomodaban y no podía ver La Pantera Rosa. Agachaba la cabeza, yo le acomodaba las ficticias antenas, le preguntaba si estaba bien y él se acercaba al televisor y me decía que veía mejor. Volvía a los cinco minutos, me pedía un cigarrillo, le volvía a acomodar las pelotitas de las antenas porque se le desacomodaban al caminar y se iba a fumar tranquilo mientras miraba los dibujitos animados. El cigarrillo lo calmaba por un rato.

Conocí a un muchacho de unos 30 años que se sentaba en el jardín a fumar todas las tardes porque adentro (en el salón), según él, estaban todas las sillas y sillones ocupados. Me señaló unos sillones vacíos en el jardín y me contó la historia de “los dos tipos que se sientan allá”. “Allá” no había nadie, pero él me aseguró que uno de los tipos a veces le ocupaba su lugar y él se tenía que sentar sobre el césped. Los dos tipos invisibles también fumaban pero eran tacaños y no le dieron nunca ni un solo cigarrillo. Los tipos a veces, le querían robar la ropa que llevaba puesta e incluso la merienda. Sacaba del bolsillo de su pantalón un paquete de masitas invisible y me decía al oído: “Mirá, me faltan dos, se la comieron esos tipos.” Y volvía a guardar el paquete imaginario en el bolsillo. En el bolsillo de la camisa, tenía su atado de cigarrillos; le pregunté una vez si los tipos le habían robado alguno y me dijo que no, porque ellos fumaban de esos que eran caros y los de él eran más baratos. Fumaba tranquilo y mientras seguía comentándome sobre sus alucinaciones, se tocaba el bolsillo con el paquete inexistente de masitas para que los tipos no se las roben. Cuando terminaba de fumar, se estiraba, se contraía, se miraba los cordones de los zapatos y una tarde me aclaró que “los cordones a veces se llenan de manos que los quieren desatar y les tengo que pegar para que se vayan”. Le comenté que no uso zapatos con cordones “justamente por eso”, me miró las botas, se asombró, abrió los ojos de manera desorbitada, abrió la boca, aplaudió, se balanceó hacia atrás y hacia delante riendo y me dijo que le iba a pedir a su mamá que le compre zapatos sin cordones. Le ofrecí un cigarrillo y me hizo una señal de silencio para que no me escuchen los tipos que están sentados “allá en el banco” porque los míos eran de los buenos y me los podían robar. Tomó un cigarrillo, le ofrecí fuego, se fue hacia el banco vacío, echó humo sobre el banco y les dijo algo a los tipos invisibles que no pude escuchar. Volvió y me dijo: “¡Jajaja! Viste, les mostré que yo tengo también un cigarrillo lago, más largo que los de ellos”.



También conocí a una chica con todo el cabello desordenado y que caminaba únicamente en puntas de pies. Una tarde, se acercó a mí y me solicitó que vaya al kiosco de enfrente a comprarle cigarrillos, me dio una moneda de 10 centavos y otra de 1 peso. Le dije que le faltaba dinero para un atado, me miró sorprendida y me dijo: “Las monedas también son dinero”. Le respondí que necesitaba billetes, porque esas eran sólo dos monedas, se las devolví, se fue y al rato volvió con las mismas monedas y la misma solicitud. Le ofrecí entonces un cigarrillo de mi paquete, lo aceptó gustosa, y me preguntó si yo tenía un kiosco. Le dije que no, mi miró fijamente y me contó que ella tampoco, pero me dijo que yo sí tenía un kiosco en mi casa porque tenía cigarrillos y me pidió que le vendiese a cambio de las dos monedas cigarrillos, chicles, caramelos, masitas, gaseosas, etc. etc. Le pedí que guarde la dos monedas en el cajón de su mesa de luz y que observe bien allí dentro, porque quizás tenía caramelos y no los había visto. Se quedó mirándome en silencio y después me preguntó si en el cajón de la mesita de luz había un kiosco y si allí vendían cigarrillos, chicles, caramelos, masitas, gaseosas, etc. etc. …



Cuando una segunda internación de mi ex en otro neuropsiquiátrico, conocí los cigarrillos armados: un muchacho de edad indefinida, tenía una cajita de madera donde guardaba tabaco, filtros, papel y la maquinita para armarlos. Me enseñó a liar y me ofreció un cigarrillo armado con tabaco sabor a frutilla. Me dijo que guardaba todo allí, porque “el rocío de la noche humedece todo y de día, el sol hace estragos porque se mete dentro del tabaco y lo seca”.

Conocí a una mujer con un estado depresivo enorme que padecía del canto de miles de  grillos dentro de su cabeza. La aturdían a tal extremo que muchas veces ni tan siquiera podía comunicarse con alguien porque no escuchaba ni su propia voz por el ruido que hacían los grillos en su mente. En esos momentos de intenso canto de los grillos, lo único que podía hacer era sentarse en silencio y fumar; cuando la veía sola fumando, sabía qué estaba pasando y ni siquiera me acercaba a saludarla porque no me iba a escuchar. Esos estados la extenuaban y podían durar desde algunos minutos a un día entero. Únicamente el cigarrillo la acompañaba en su pesadilla del infernal canto de los mil grillos.



En este neuropsiquiátrico, carísimo por cierto, había gran cantidad de internos por drogadicción y el cigarrillo suplantaba toda clase de drogas y calmaba los ánimos.

En los geriátricos, el tema no es diferente: el cigarrillo allí es moneda de cambio para favores…

Mientras mi padre tuvo permitido fumar (ha sido un fumador empedernido toda su vida), socializaba con las “amigas” en el patio y el cigarrillo los llevaba de una charla a la otra. Cuando le prohibieron fumar, mi padre siguió fumando igual porque una de las amigas compartía su cigarrillo con él, como si se tratase de un porro. Su amiga, podía mover sólo el brazo derecho con mucha dificultad y todo el resto de su cuerpo estaba paralizado. Balbuceaba algunas palabras incomprensibles explicándome que a ella su salud ya no le importaba porque sabía que tenía los días contados. Mi padre le encendía el cigarrillo, le daba una pitada, se lo colocaba en los dedos a su amiga, ella estiraba un poco el cuello, acercaba con dificultad la mano a la boca y fumaba dos o tres secas seguidas, posaba la mano sobre la mesa, le hacía una señal a mi padre y él tomaba el cigarrillo, tiraba la ceniza, y fumaban así los dos.

Volviendo a la realidad de los aumentos de precios, me pregunto ¿¡cómo hacerle entender a un interno de un neuropsiquiátrico que los cigarrillos ahora duplicaron el precio; cómo hacerle entender a un anciano fumador, muchos de los cuales han perdido la noción de los costos o se retrotrajeron a los pesos Ley 18.188 y hablan en “millones”, que un paquete de veinte cigarrillos cuesta 50 pesos!? ¿¡Cómo explicarle a esa chica de las dos monedas, que ahora necesita 50 monedas de 1 peso para comprar un solo atado!?

Comprar dos paquetes de cigarrillos que un interno se los devora en un día, es 3.000 pesos por mes, esto equivale a un tercio de muchos salarios; sumándole a esto, que ninguna obra social o quizás sólo dos o tres, cubren el 100% de los gastos de internación. Y que nadie me venga en estos casos a hablar de la salud, los pulmones, la tos y el catarro, cuando ya sabemos que un anciano en un geriátrico está viviendo sus últimos tiempos y que un paciente psiquiátrico no entiende ni de pulmones ni de catarro ni de enfermedades cardiovasculares y si llega a entender, no le importa, porque las psicopatologías que exigen largas o eternas internaciones arruinan cualquier vida, más que todos los cigarrillos que se puedan fumar. Si el cigarrillo era la única compañía que podía tener esa mujer que tenía la mente llena de grillos, bienvenido sea el pucho. A un interno con dos o diez intentos de suicidio: ¿le importa enfermarse por fumar?

Para finalizar, les comento a aquellos sádicos egoístas que se alegran por el aumento de precio de los cigarrillos, que los otros, los que fuman porque no pueden hacer otra cosa, también existen, y que ellos no tienen la culpa de la psicosis de medio país que votó a un psicópata (que internará a muchos de los que siempre se juzgaron a sí mismos como sanos) creyéndolo como la mejor opción. La palabra alemana Schadenfroh*, los define a la perfección, por lo tanto, hay algo que no está funcionando bien dentro de esas cabezas…

Violeta Paula Cappella


*Schadenfroh significa en alemán alegrarse de las penurias, padecimientos o desgracias que está experimentando otra persona. 

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